Si a cualquiera de mis compañeros o a mí mismo nos preguntaran los acontecimientos históricos vividos a lo largo de nuestras vidas, necesitaríamos a un oyente con algo de paciencia, porque la lista resulta ciertamente extensa: crisis del 2008, moción de censura, pandemia del covid-19, guerra de Ucrania, recuperación económica, crisis económica (nuevamente), muerte de la reina Isabel II… Sin duda, la lista de batallitas que contar a nuestros nietos resultará un tanto larga, pero es lo que a la generación Z le ha tocado vivir.
Si nuestros abuelos fueron los hijos de la Guerra Civil y nuestros padres los primeros demócratas, ¿qué nos queda a nosotros? Veamos: hemos vivido desde que nacimos en medio de una constante debacle económica que, a poco que asomaba su fin, resultaba que nos llevaba a otra igual sino peor que la anterior, así que el futuro no lo vemos especialmente alentador, que digamos.
Pero así nos ha sido a los descendientes de la mascarilla y estudiantes encerrados en hogares: desde pequeños hemos visto pobreza, una falsa paz que escondía guerras ajenas a nosotros, la tasa de paro juvenil subiendo sin control.
Por una cosa se caracteriza esta generación y es por la desazón de ver un mundo que, en el fondo, resulta ajeno a nuestra existencia, una realidad que cambia pero que nosotros no podemos transformar. La angustia existencial sacada de pleno Romanticismo invade nuestras arterias; las circunstancias nos han llevado a ello.
Otro factor de esta «perpetua depresión» es el ya nombrado paro, que ahora rondará el 35 %. El futuro pinta bastante negro. El sector joven ha sido siempre el primero en caer en las sucesivas crisis, llegando a superar el 50 % y casi el 60 % durante el 2008 y el 2014. A esto habría que sumarle que la mayoría no trabajarán de lo que quieren o para lo que se formaron, sino que terminarán con empleos precarios para los que, como mínimo, ahora te piden un título de educación posobligatoria y hablar dos idiomas.
Porque, hete aquí el quid de la cuestión, para trabajar en algo decente no solo se requiere de formación, también de experiencia. Pero ¿cómo vamos a conseguir experiencia si nadie nos contrata por falta de experiencia?, me pregunto. Dos opciones: un empleo con un salario y condiciones pésimas o de becario hasta los treinta. Todo esto repercute en la edad a la que uno se independiza, que se está atrasando sistemáticamente y supone que sean los padres los que tengan que sostener la economía filial.
Este es el cuadro que se nos lleva mostrando desde la infancia y es con lo que vamos a tener que vivir. No obstante, me gustaría levantar tus ánimos, estimado lector, y darte este mensaje: sigue luchando, porque mañana estarás en otro lugar.
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