A lo largo de nuestra historia como democracia ha habido algo que ha cambiado de manera constante han sido las leyes de educación, un total de ocho en los últimos cuarenta años, siendo derogadas y aprobadas en función del partido político de turno. En el fondo, a pesar de todo el bombo y beato aparente, el debate se ha centrado sobre todo en torno a dos asignaturas: Religión y Filosofía. Si bien la primera da de qué hablar, en este artículo quisiera centrarme en la última.
Últimamente, he notado que a los jóvenes, quizá en nuestro intento de rebeldía sin causa, casi más propia de un romántico alemán que de un adolescente, cada vez se implican más en las cuestiones de la sociedad que les rodea: la política se ha vuelto un tema de conversación no tan extraño como pudiera resultarlo años atrás; las reflexiones filosóficas en el sábado noche siempre dan de qué hablar entre amigos, y cada vez estamos más concienciados sobre ecologismo, feminismo y las cuestiones sociales de nuestra época.
Es por esto por lo que asusta tanto a nuestros políticos poner a la Filosofía como asignatura obligatoria u optativa: la inteligencia es un arma que no interesa a nuestros dirigentes. Pero, ¡ay, muchachos!, ¿vamos a tolerar que nos digan lo que debemos hacer? Por supuesto que no: está en nuestro ADN revolucionario.
Somos críticos, sí, pero esa crítica tiene que ir bien dirigida, y es aquí donde quiero reivindicar el papel de la Filosofía no como materia de estudio, sino como una herramienta de fomento del pensamiento escéptico, proporcionando a sus estudiantes fuentes de aquellos que los precedieron para que puedan ayudarles a orientarse en su propia ideología
La filosofía, por mucho que estudie a caballeros muertos hace ya bastantes siglos, está más viva que nunca, porque la filosofía no puede mantenerse estática: tiene que avanzar con su tiempo, entender la realidad que la rodea, servir para cambiar el mundo.
Porque hay algo que no podemos olvidar: el mundo de mañana es nuestro mundo.